Esa noche compartíamos habitación.
Tú lo decidiste así, y ¿quién era yo para quitarte méritos? Nadie, absolutamente nadie.
Las andróginas cabezas que decoraban ese lugar me producían repelús. Eran unas cuatro o cinco. O quizá más.. Todas lucían un peinado sumamente cuidado, marcado al detalle.
El hecho de que estuvieran ahí, observando nuestros cuerpos despojados de cualquier prenda, no me inspiraba una sensación demasiado reconfortante. Es más, tardé un buen rato en concentrarme en ti verdaderamente. Después, llamaron a la puerta y nos dejaron las fresas con nata en el felpudo, que venían acompañadas de un breve mensaje: "Suficiente con una, el resto tendrán consecuencias".
Parecía una orden, y las ordenes no me gustaban nada. No nos gustaban nada mejor dicho. Así que obviamos la estúpida indicación y pasamos a la acción.
Inmediatamente después todo se fue, tu ya no estabas y yo tampoco, habíamos sido desterrados del paraíso. Yacíamos en la desolación, un tanto sobrecogedora, pero bien merecida.
Las fresas y nuestro coraje nos habían traicionado.